Kano, la ciudad más antigua de África occidental (sorprendentemente, pues sólo tiene 1400 años), capital del norte de Nigeria, cruce de caminos, crisol de razas (horrible topicazo) es una ciudad de 4 millones de almas, eminentemente Hausas, eminentemente musulmanas y atronadoramente ruidosas todas ellas. Y eso que en pleno Ramadán y, por tanto, sin comer ni beber en todo el día, deberían encontrarse débiles. Pero nada, meten ruido como el que más. Kano es como un gran mercado: en la parte antigua, en la moderna, en tal calle, en tal otra; uno se pregunta si estas gentes hacen algo más que comprar y vender. Así que nos dedicamos a visitar mercados, tanerías (nada que ver con las de Fez; las de Kano son pequeñas y centradas en un color, el índigo), un museo, el palacio del Emir, las murallas y, en fin, a callejear. De todas formas, y tras el crimen gastronómico que el atento lector recordará de la última entrega, el clímax de nuestra visita a Kano fue una cena en un indio, un desayuno en una boulangerie francesa y otra cena en un libanés. Se nos saltan las lágrimas sólo de recordarlo.
En el trayecto de Kano a Maiduguri pudimos ver, además de una tormenta de proporciones bíblicas, a nómadas fulanis pastoreando sus rebaños de cebús, con sus redondas jorobas y cornamentas, éstas también de proporciones bíblicas.